UN PASEO PARA DESCUBRIR. Clara Serrano. 1º PREMIO bachillerato CONCURSO RETO DEL NERI

 Publicado en la Revista Aldaba nº46 Agosto 2020

UN PASEO PARA DESCUBRIR

Clara Serrano Barranco

           

            Las seis y media de la tarde. Miro por la ventana, ha comenzado a chispear, aunque por la mañana el sol brindaba un calor agradable. Cojo mi teléfono móvil y me dispongo a llamarlo. Tras un par de toques, su agradable y calmada voz me responde desde el otro lado de la línea. A pesar de que vivimos relativamente cerca, ahora solo nos vemos cuando salimos a aplaudir a las ocho de la tarde. Le pregunto que cómo está, que cómo lleva esta situación tan surrealista. Contesta que lo lleva a ratos, todo esto le parece una tragedia de ciencia ficción, una película apocalíptica. Él vive solo y, debido a su trabajo, está acostumbrado a tratar con mucha gente, así que quizás ahora la soledad le pese un poco más.

            Le pido que me cuente sus recuerdos del pasado. Me cuenta que nació en la calle Roa, detrás de la iglesia de Santa Marta, pero que cuando aún era muy pequeño se mudó a una casa que se situaba justo debajo de la imponente Torre del Homenaje, en la calle la Villa. Tampoco estuvo mucho tiempo allí, pues a los diez años se trasladó a la que sigue siendo su vivienda hoy en día, en la calle Real. Con él, emprendo un viaje al Martos de las décadas de los sesenta y los setenta. Me pasea por calles empedradas y otras, más secundarias, de tierra. Tristemente me cuenta que están intentando recuperar los empedrados de las calles, puesto que es una de nuestras señas de identidad, pero no están teniendo mucho éxito. Había muy pocas calles adoquinadas, una de ellas, la calle Real. Más tarde llegó la moda del asfalto, todo quedó asfaltado, pero ahora, muy tímidamente, algunas se están volviendo a adoquinar, como la calle Carrera o la calle Campiña, en especial las zonas peatonales de la parte nueva, la lonja o la subida del teatro hasta el ferial. Sin embargo, muchos de estos adoquines son de cemento prefabricado, a diferencia de los de la calle Real, de granito, que él considera los mejores.



            Menciona también la facilidad con la que se paseaba y jugaba por esas calles, en las que el tráfico era prácticamente inexistente, siendo un pueblo casi peatonal. Se solía ir andando a todas  partes.  Recuerda con enorme anhelo jugar con sus amigos en la Plaza, en mitad de la calle Real y la calle Porcuna, y rara vez apartarse cuando venía un coche; y más tarde, cuando era adolescente, ir a las escaleras existentes en la misma calle, llamadas “los patines”. Los sábados solían ir a la falda de la Peña e, incluso, muchos días subían hasta su cima.

            Él me hace descubrir dos de las calles principales de la época de una forma completamente diferente a lo que hoy en día son: la calle Real y la calle Campiña. Dos calles que destilaban vida, llenas de comercios, en especial la segunda, puesto que la modernización iba buscando la comodidad del llano. En la calle Real se podían encontrar comercios como la tienda de Manolo Martínez, una de las pocas que perduran en  hoy en día, que solía ser una mercería. De textiles y ropa, estaba la tienda de Ciudad de Martos y la tienda de textiles de los Torres, mis bisabuelos, muy popular en el pueblo. Estas dos últimas, cuando la ciudad se fue expandiendo hacia abajo, compraron otros locales en la calle Campiña. Los Madrileños, también con dos locales, uno en la calle Real y otro en la Fuente Nueva. Enfrente de esta tienda, que aún conserva el rótulo, se encontraba la papelería Serrano. Me relata, jovialmente, que cuando era niño y le daban las notas en el colegio, iba a esa papelería y se regalaba a sí mismo un libro con sus ahorros. Se compró sus primeros libros del colegio en otra papelería que había al final del Albollón, la papelería Gama. En la calle Campiña eran famosas la tienda de textiles de Narciso Melero o la ferretería de Diego Moya, ahora llevada por sus hijos y que sigue abierta. Cerca de la Fuente Nueva se podían encontrar a varios fotógrafos, como Sánchez Avela, Garrido o Rafael. En esta misma plaza se ubicaban el ya desaparecido Círculo de Artesanos y el Casino Primitivo, que renovado, aún permanece. El banco, que antes estaba en la actual sede del PSOE de Martos, en la calle Real, se trasladó a la calle Campiña, donde antiguamente estaban todos los bancos. Pero si hay un comercio que fue símbolo de la modernización y el progreso en el pueblo, ese fue el Estanco, situado al comienzo de la calle Real. Comenzó siendo un estanco de tabaco, y acabó por convertirse en el comercio más grande del pueblo, una tienda de regalos de todos los ajuares habidos y por haber (vajillas, cristalerías, mantelerías, cosas para la casa…). Lo más moderno, las mejores importaciones tanto de España como de fuera de ella, estaban ahí.

            Algo que él echa mucho de menos son los mercados. “Estaban llenos de vida”, me dice con nostalgia. Junto con los casinos y los bares del casco histórico, eran sin duda de los sitios más concurridos. Había dos: el de la Plaza, que hoy en día no es ni la sombra de lo que fue, aparte de que arquitectónicamente se derrumbó el edificio y se construyó el existente actualmente. El otro, en el Llanete. “A nosotros nos pillaba cada uno por un lado, así que mi madre, lo que le gustaba del mercado de la Plaza lo compraba en ese, y lo que le gustaba del Llanete, en el otro. En ellos se encontraba de todo: la mejor carne, el mejor pesado, las mejores verduras. Además, verduras del terreno, de la tierra”, me narra. Otro lugar muy frecuentado eran las churrerías, o tallerías, como se les llamaba entonces, que estaban a rebosar. Pero, sin duda, para él, el sitio más popular, sobre todo entre los jóvenes, eran los cines. Había cuatro de verano:  el Popular Cinema (en la calle Roa), el Cine Plaza (en la Puerta Jaén), el Salón Moderno, (que todavía agoniza en la Fuente Nueva, debajo del Cine San Miguel) y el Cine San Fernando (en la actual Avda. de Europa). Además, había dos de invierno: el Cine San Miguel, por el cual se está luchando para que no sea derrumbado, y el cine Olimpia, que aún conserva la fachada, en la calle San Francisco. El cine era un auténtico espectáculo.

Fotografía: Grupo Facebook "Martos en el recuerdo"


            Recuerda también con emoción las ferias, en especial la de la Plaza, la de San Juan, a la que llevaban cacharros, turroneros, puestos, bares... Una de las diversiones en ella, además de las muchas atracciones que venían ( balancín, barcas, carrusel, caballitos, la tómbola…), era darle vueltas a la plaza con tu grupo de amigos. “Te encontrabas a la gente dándole vueltas a la Plaza, y les decías adiós y luego, cuando volvías a pasar, les decías adiós otra vez. Cuando te cansabas de darle vueltas en un sentido, se las dabas en el otro”. Me relata también la leyenda de la “Tormenta de los Pepes”. Los Pepes eran unos muñecos calvos que regalaban en la tómbola, y se cuenta que una vez, en la feria, hubo una tormenta tan grande que la lluvia arrasó con ellos cuesta abajo por el Albollón. “Se veían a los Pepes nadando  calle abajo por el Albollón”, me dice mientras ríe. Había otras ferias, como la de la Fuente Nueva, actual feria de San Bartolomé, o las verbenas de San Amador, en la fuente de la Villa, o San Miguel. En esta última se traían, y siguen trayendo, los productos de otoño: acerolas, membrillos, nueces… Sin embargo, ninguna era tan esperada como la feria de la Plaza.

            Le pregunto sobre las casas y cómo se vivía en ellas. Me responde que las viviendas han cambiado muchísimo, principalmente en comodidades, en especial la calefacción, pues eran muy pocas las que tenían. “Antes era a base de lumbres, casi todas las casas tenían chimeneas, traían la leña y nos reuníamos alrededor. O con el brasero, que antes eran de cisco, de picón, con la mesa camilla y tú, con la enagüilla hasta la barbilla y, si te movías de ella, te helabas”.  El hecho de que una vivienda tuviera un sistema de calefacción era símbolo de lujo. Lo mismo pasaba con los cuartos de baño, señal de enorme confort. Antiguamente solo había un váter en el que te tenías que agachar. Me cuenta que, cuando se mudó a la casa de la calle Real, en la que anteriormente vivía un dentista, había un servicio en el patio para los pacientes, con un váter de cerámica rojo, bañera y agua caliente. “Yo me tiraba las horas en el baño. Me tenían que aporrear la puerta para que saliera de ahí. A mí eso me parecía un lujo asiático”. En su antigua vivienda, sus hermanos montaron una ducha agregándole a una manguera una alcachofa de ducha, me cuenta. También es cierto que era una época en la que la gente no se duchaba a diario ni mucho menos.

            En cuanto al exterior de las casas, han cambiado y, para él, lo han hecho a peor. Opina que “la gente ha tenido un mal uso del progreso y, en vez de mantener una imagen estética tradicional que hablara de nosotros, de nuestras raíces y nuestros antepasados, de nuestra arquitectura tradicional de siglos y siglos anteriores, en cuanto hemos tenido algo de dinero, hemos distorsionado esas fachadas y exteriores: se han cambiado las rejas; las carpinterías de madera por las de metal; se han achatado los huecos; los zócalos, que eran de chinorro, de cemento, ahora los ponen de baldosas, azulejos. El resultado ha sido un conjunto histórico completamente deformado, mientras que hay otros que siguen siendo homogéneos y uniformes, lo que atrae, por ejemplo, al turismo, generando riqueza”.  Piensa que “nos estamos cargando el pueblo, por un lado, por nuestra propia incultura; nosotros somos, por supuesto, muy responsables de ello. Pero, por otro lado, el 50% de la responsabilidad la tiene el Ayuntamiento y los organismos oficiales por no hacer que se cumplan la normativa. Vivimos en una sociedad.” También me habla de las casas encaladas, blanqueadas con cal, a diferencia de la pintura que utilizamos en la actualidad.  La cal se convirtió  en uno de los distintivos de nuestra arquitectura popular, porque es muy barata y, a la vez protege y desinfecta, me informa. Menciona igualmente que hay gente que aún utiliza la cal para blanquear sus fachadas y, por eso, el Ayuntamiento tiene un programa todos los años en primavera en el que reparte cal a quien la necesite de forma gratuita para que encale, lo cual a mí me parece muy curioso.

            Le comento que me interesa saber acerca de la relación que se tenía con los vecinos. Me dice, con un atisbo de tristeza en su tono, que esta relación se ha perdido muchísimo. Se refiere a los vecinos como “la familia que tenías cerca”, a la que acudías cuando te faltaba algo de comida, cuando tenías algún problema o algo que contar. Te echaban una mano en lo que hiciera falta.  Esto le daba a la calle una vida que se ha perdido por completo. Me cuenta que, en las noches de verano, se sacaban sus sillas a la puerta para hablar. Me relata que, cuando él vivía en la calle la Villa, fueron los primeros del vecindario en comprarse una televisión, así que sus padres la sacaban al vestíbulo, que era muy grande, y todas las noches iban los vecinos, siempre con sus sillas, a ver la televisión desde la puerta. Incluso, como enfrente estaba la casa de Socorro, actual ambulatorio, los médicos cuando estaban de guardia también iban a ver los partidos de fútbol. Más tarde, cuando se mudó a la calle Real, también fueron los primeros en tener la televisión a color, y sus amigos iban a ver un programa de música, Aplauso se llamaba. También, como ellos no tenían teléfono y su vecina sí, acudían a ella si necesitaban hacer alguna llamada. La vecina de enfrente compró el frigorífico antes que ellos y, de vez en cuando, les daba cubitos de hielo; antes, si querías hielo, tenías que ir a comprarlo a la gasolinera, y eran barras enormes de hielo. En esa época todo era completamente distinto a ahora, donde la realidad es que ni siquiera nos conocemos entre nosotros.

            Poco a poco el pueblo se ha ido expandiendo hacia el llano, hacia la vega, porque es una zona muy fértil, con mucha agua. En 1974 inauguraron el parque, lo que supuso una enorme modernidad. Los habitantes paseaban por la Plaza o la Fuente Nueva, hasta que apareció el parque. La expansión hacia la zona baja del municipio se ha producido en muy pocos años, mientras que  el pueblo había tardado siglos en salir de las murallas, en extenderse hasta la Fuente Nueva. Algo parecido a lo que ha pasado con los avances científicos, con Internet, que en poco tiempo  ha tenido lugar una completa revolución, mientras que había tradiciones que eran casi medievales, y hoy hasta la recogida de la aceituna se ha revolucionado.

            Le pregunto que qué echa de menos de esa época. “Todo era mucho más humano, todo estaba mucho más pensado para la persona, el disfrute, el contacto, para la sociabilidad. Socializar unos con otros, entenderte, hablar, jugar, encontrarte con el vecino. Hoy es todo mucho más inhumano. De hecho, dicen que una de las cosas que deberíamos aprender de esta pandemia que nos está azotando es volver a encontrarnos con el otro, pues estamos aislados completamente. Te das cuenta de que no conoces realmente ni a tu gente, ni a tu pueblo, ni tus calles, ni tu historia ni tus orígenes. Esto es lo que somos, nuestros padres, abuelos, bisabuelos… esa gente ha hecho que ahora todo sea así.”

            Me agradece que le haya pedido conocer más, pues piensa que “ tenemos que conocer nuestros orígenes, saber de dónde venimos porque no hemos nacido por generación espontánea, tenemos un pasado detrás, una gente que lo ha ido conformando como un guiso que pones a fuego lento durante horas y horas. Se ha ido conformando durante años y años y años y, sin embargo, lo estamos despreciando. Despreciando las costumbres, las tradiciones, nuestra arquitectura más popular, nuestros barrios, en definitiva, nuestra historia.”

            Cuando todo esto acabe, me dice que quiere volver a aprender que disfrutar es valorar las pequeñas cosas, las que no tienen un precio, ni un valor económico o material; los detalles, el ser más tolerantes, permisivos, el no enfadarte por tonterías y, sobre todo, los abrazos y los besos, algo que, indudablemente, forma y debe formar siempre parte de nuestra vida diaria.

            Mañana, a las ocho de la tarde, volveré a verlo de lejos mientras que aplaudimos, y sus palabras y recuerdos vendrán a mi mente para permitirme pasear por ese pueblo que él me ha descubierto.

 

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